sábado, 13 de agosto de 2011

Margarita, higos y aloe vera

Mi regalo personal

Mis manos están destrozadas y las uñas han perdido su belleza. El cloro y los productos algicidas de la piscina, la tierra del jardín y los venenos contra los invasores han generado auténticos cráteres en mi piel que por más que hidrato no logro curar. Barruntaba si comprar o no una crema con corticoides en la farmacia cuando sonó el timbre de la puerta. "¿Quién será?", me pregunté extrañada. Mi grupo de conocidos estaba de vacaciones y Franklin Garden, mi amigo jardinero, ya había venido a visitarme por la mañana.
─Sí, ¿quién es? 
─Hola, soy Margarita.
Entonces me acordé. El día anterior mi marido me llamó (sigue un poco enfurruñado por no haber ido con él a ese pueblo gallego que no recuerdo el nombre) para decirme que su secretaria, Margarita, vendría por casa para dejarme un sobre muy importante; que lo dejara en su despacho y que no lo perdiera. "Según te lo dé lo llevas a mi escritorio, que tú eres muy despistada y eres capaz de usarlo como bandeja para mezclar el veneno de tus caracoles", me dijo tal cual. Por supuesto, le colgué sin despedirme y molesta por conocerme tan bien.
─¡Hola, Margarita! Te estaba esperando ─mentí para que no diera a mi marido más argumentos en mi contra─. Pasa, pasa.
Margarita es una mujer que ronda los cincuenta años y con una belleza indefinida que no se adapta a los cánones habituales: exceso de peso, pecas en la cara, gafas, un diente mellado... Sin embargo, destila un encanto imposible de lograr con silicona y demás tratamientos estéticos. Su humor y su sonrisa enamoran a cualquiera. O por lo menos a mí. Siempre me ha fascinado su carácter alegre y vivaracho, pese a los envites que le ha dado la vida: enviudó muy joven, no pudo tener hijos; invirtió sus ahorros en una compra de sellos, una auténtica estafa, y perdió casi todo su capital... Pese a todo, la sonrisa no se separa de ella.
Me entregó el sobre tan "importante" e intentó irse para no molestarme.
─No eres ninguna molestia, Margarita. Al contrario, ahora mismo no estaba haciendo nada. ¿Te quedas a tomar un té?
Tuve que insistir un buen rato, pero al final se quedó. Nunca había hablado mucho con ella, salvo en alguna cena de Navidad o presentación de mi marido. La ocasión me parecía perfecta para conocer a la mujer que compartía tanto tiempo con mi marido. No por celos, que no soy nada celosa, sino por ver cómo era, qué inquietudes tenía, qué le gustaba.
Al salir al jardín y ver mis plantas no pudo contener su emoción.
─¡Qué maravilla de lugar! ¡Qué plantas tan bonitas! ¡Ay, pero si también tienes un pequeño huerto!
La tarde se esfumó con nuestras conversaciones sobre flores, semillas, plantas aromáticas... 
Le mostré mis manos y le comenté que no sabía qué hacer.
─Si no te importa, me gustaría venir mañana y te traigo un aloe vera, fantástica planta medicinal, que sanará tu mano.
Al día siguiente Margarita cumplió con su palabra: me regaló una maceta plagada de aloe vera y una caja de higos enormes de su higuera porque, aunque aún no lo había desvelado, ella también tiene un huerto, ¡pero de los buenos!
Para agradecerle su detalle, le entregué un pequeño obsequio hecho desde el corazón: un cactus (¡qué triste queda así escrito!). Ahora tengo higos, Aloe vera y, lo mejor, una gran amiga, aunque a mi marido y a Fifí no sé qué tal les sentará. Por cierto, ¿dónde dejé el sobre?

Los higos de la higuera de Margarita

El regalo de Margarita, su Aloe Vera




domingo, 7 de agosto de 2011

La bella flor del verano

Silencio, calma... Veranear en pleno mes de agosto en la capital tiene sus ventajas. Por un lado, me permite salir de casa vestida con cualquier trapillo y no tener que mirar de un lado a otro por si me topo con alguna vecina petarda que me obliga a sonreír y a contestar sus preguntas inquisidoras mientras me fulmina con su mirada de rayos-x de arriba abajo (¡uff, que cuando consigo huir noto que me ha absorbido la mitad de mi energía vital!). Por otro, me siento libre: Fifí, Maca y Gisela se han traslado a sus residencias estivales y no volverán hasta mediados de septiembre. 
Mi marido al final me llamó y me explicó que estaba en el Norte, en algún pueblo gallego del que no recuerdo el nombre, me suplicó que me fuera con él, que me echaba de menos... Sí, sí, amor ─le contesté─, sé que me echas de menos pero en estos momentos no puedo abandonar mi frente de batalla. Los caracoles se han hecho íntimos amigos de las hormigas y planean un ataque conjunto. En cuanto venza, iré contigo. 
Desde que le expliqué mi situación no me ha vuelto a llamar, creo que está un poco mosqueado aunque no entiendo muy bien sus motivos. 

La flor de mi gardenia

Pese a mis fracasos como "hortelana de iniciación" debo confesar que mis avances como jardinera van viento en popa: esta semana ha florecido la gardenia y esta mañana me ha despertado el hibiscus con su bella flor. Mis gritos de emoción han alertado a Franklin que no ha dudado en saltar el seto de separación y volar hasta mi terraza.
─Señora, ¿qué le ocurre?
─Ay, Franklin, mira qué flor tan bonita acaba de florecer...

La flor de mi hibiscus. ¡Qué belleza!

Franklin es el jardinero de casi todos los chalés de alrededor, un hombre callado de buen corazón que tiene que soportar los desprecios de muchos nuevos-ricos que piensan que por tener más dinero pueden humillar a las personas que están por debajo de ellos. Franklin huyó por cuestiones políticas de su país y se refugió en "la madre patria". Intentó que le convalidaran su título de arquitectura, pero la falta de papeles se lo imposibilitó. Su primer trabajo fue como guarda de seguridad en una finca. A veces, para que el tiempo no se le hiciera tan eterno, cuidaba el jardín de su "señor", un buen hombre que le regaló libros de jardinería y confió en él. Al cabo de un tiempo, el "señor" le ofreció el puesto de jardinero. Aprovechó la oportunidad que le brindó y el jardín de su "señor" fue admirado y deseado por el resto de los vecinos. Unos años más tarde su "señor" falleció repentinamente. Franklin, conocido como "Franklin Garden", no tuvo problemas para encontrar trabajo: todos los de la urbanización deseaban que él cuidara su jardín.
─Ay, señora, pero no grite así, que además de asustar a las flores le puede dar un paro cardíaco.
─Sí, Franklin, tienes razón, pero no he podido contener la emoción.
Nos conocimos hace tiempo junto al contenedor de basura. Le sorprendió que yo arrastrará un cubo lleno de hojas secas, tierra y ramas. No dudó en ayudarme. Intrigado me preguntó si me había quedado sin jardinero y me entregó su tarjeta de presentación.
Sonreí.
─Nunca he tenido jardinero. Me divierte y relaja cuidar de mis plantas, pero si algún día necesito a alguien, te llamaré.
Desde aquel encontronazo surgió una leve amistad "gardeniana" entre nosotros. De vez en cuando acudo a él para resolver mis dudas hortícolas y él se pasa alguna vez por casa para aconsejarme o me ayuda a instalar el riego automático.
─Venga, Franklin, siéntate y tómate un té conmigo, que después de saltar el seto debes estar destrozado.
─Muchas gracias, señora ─jamás he conseguido que me llame por mi nombre─. Me ha dado un susto de muerte. Por mi mente han pasado mil ideas: que habían entrado los ladrones, que se había caído con su escafandra al agua... Y como su marido me dijo que la cuidara...
─¿Mi marido? 
─Ay, no le diga nada, que creo que he metido la pata... Pero es que la quiere tanto... Y yo la admiro, es la mejor señora de la urbanización y la más simpática.
─Calla, Franklin, que me ruborizo y ven a ver mis flores, que aunque no puedan competir con las tuyas también son muy bonitas.

¿Verdad que la ciudad en agosto también tiene sus encantos?

lunes, 1 de agosto de 2011

Escafandras, hormigas, algas, orquídeas...

Desde mi escafandra: hormigas, algas, caracoles, topos...
El silencio se perturbó por un ruido insistente y monótono. Pese a la escafandra que escondía mi cabeza, agudicé el oído y descubrí que el sonido provenía del timbre del salón. Me acerqué con pies de plomo, temiendo destrozar el parquet, e intenté mirar por la mirilla. Después de golpearme varias veces contra la puerta me di cuenta de que con la escafandra era imposible ver quién estaba al otro lado. Abrí temerosa, con temblor en las piernas. ¿Quién osaba entrar en mi territorio? 
Una voz chillona se coló por los orificios de la escafandra y retumbó en mis oídos.
─¡Nena!, ¿qué haces disfrazada de submarinista de siglo pasado?
Observé con detenimiento. Si era un holograma de mi amiga Fifí estaba muy conseguido. Retiré los guantes de amianto que cubrían mis manos, me acerqué hasta ella y apretujé sus tetas.
¿Qué haces? ─gritó con tono histriónico─ ¿Por qué tocas mis pechos? No me digas que eres lesbiana...
Sí, era Fifí: al tacto percibí una descompensación de diámetro entre sus senos siliconados. 
Retiré mi escafandra y sonreí al verla.
─Hola, Fifí, perdona que te haya manoseado así, pero no estaba segura de que fueras tú.
─Ay, nena, ¿qué te ocurre?
─Tengo declarada la guerra en casa: las hormigas me atacan por todos los frentes, los caracoles invaden mi huerto y unas algas verdes y asquerosas se han instalado en la piscina... No sabes cuánto estoy sufriendo. Además anoche observé unos bultos en el césped... Ay, Fifí, que seguro que es un sucio topo que se quiere comer mis petunias... Así que ahora me sumerjo en la piscina con mi kit de escafandra y cloro e intento eliminar las algas. Luego, con distintos venenos, ataco a los caracoles y, por último, con mi pistola de spray fumigo a las hormigas.
─¿Dónde está tu marido?
─Pues ahora que lo dices no lo sé. El otro día mientras estaba sumergida en la piscina le vi gesticular, pero no entendí lo que me dijo. Tal vez se haya ido de vacaciones...
─Nena, cada día me preocupas más. ¡Menos mal que mañana nos vamos a Sancti Petri!
─Uff, se me había olvidado... Lo siento, Fifí, pero este año no podré ir.
─Nena, por la Lomana, no me digas eso. ¿Por qué no vas a venir?
─No puedo abandonar el frente, es una batalla campal...
─¡Pero si mañana Borja Mari nos ha organizado una súper fiesta! ¡Y Maca nos invita luego a su yate a tomar unos mojitos!
─Lo siento, de verdad, pero esto es la guerra. ¡Y encima mi amigo Pepelu no para de mandarme fotos de sus maravillosas orquídeas! Él sí que es un buen jardinero, no como yo que fracaso tanto en el huerto como en el jardín. Ay, Fifí, pero no me pongas esos morros de enfado... Además, Pepelu estaría encantado de conocerte e ir contigo a Sacti Petri.... Shhh, sal sin hacer ruido que voy a hacer un ataque sorpresa a los caracoles...


Las orquídeas de Pepelu. Foto 1, capullos. Foto 2, inicio de la floración
Las orquídeas en flor. Una belleza efímera y pasional