martes, 25 de septiembre de 2012

El duende de mi jardín

Mi duende de la felicidad

─¡Martín, Martín, Martín! Nena, desde que has vuelto de ese pueblo perdido de Castilla no paras de nombrar a Martín. ¡Tengo su nombre metido entre las sienes!
─Fifí, no te pongas celosa.
─Estás insoportable. Huy, ¿qué es eso? ─pregunta con sus morros fruncidos al ver la figura que se oculta tras las hojas del pepino.
─Es un duende. Martín no cree en los enanitos del jardín, él confía en los poderes mágicos de los duendes y antes de irme me regaló uno para que me protegiera, potenciara mis poderes de bruja y rodeará mi vida de felicidad.
─Nena, me empiezas a preocupar.
─Martín, el único niño de su pueblo, solo tiene trece años. El aburrimiento le ha reinventado y se ha convertido en un experto ganadero-horticultor. En un terreno cercano a su casa ha creado un huerto y este verano ha llenado la despensa de tomates, acelgas, coliflores, pimientos, cebollas y patatas. En el garaje, ha habilitado una zona para conejos ─ahora los vende a seis euros─, gallinas que ponen huevos y un gallo impertinente que les despierta cada mañana.
─Parece la historia de Heidi y Marco.
─Fifí, de verdad que es impresionante todo lo que sabe del entorno rural, del campo... Con mirar al cielo sabe si va a llover, me ha dado clases magistrales respecto al cultivo de tomates y no puede contener la risa cuando le explico que yo los planto en macetas.
─Nena, atraes a la gente extraña.
─No, Fifí, a la gente con corazón.

El huerto de Martín
Gallinas y conejos


domingo, 2 de septiembre de 2012

El riego automático y los higos carnívoros

Los higos están locos desde que funciona el riego automático

─Ya sé que la quieres mucho, pero mírala que pintas tiene... Ese pelo recogido de mala manera, ese rizo que se le escapa del flequillo al estilo Estrellita Castro, esas manos con la uñas destrozadas, esa camiseta roída llena de sudor... Ningún toque glamuroso, la verdad.
Oía como Fifí me elogiaba delante de mi marido y aguanté la tentación de clavar las tijeras de podar en su yugular... Regulé la respiración para que no me diera un ataque de asma y seguí con mis labores.
─Fifí, tienes razón, pero ya sabes que carácter tiene... Le he dicho mil veces que llame a ese jardinero amigo suyo para que instale el riego automático, pero no hay manera. Soy contrario al intrusismo profesional y no entiendo porque ella insiste en hacer todo lo relacionado con el jardín. Si parece la loca de los semilleros... La otra mañana la descubrí hablando sola a los calabacines, no para de presumir sobre los ridículos tomates que brotan en sus maceteros y encima pinta ojos a los higos para simular que son monstruos carnívoros.
─Nene, tu nena está muy mal. Ha dejado de acudir a nuestros meriendas de los jueves. Rebeca está indignada y Maca está pensando no invitarla a su fiesta de este verano. Te diré, que si no lo hace es por ti, que ya sabes que te quiere mucho.
Percibí como mi marido se sonrojaba e intentaba ocultar su satisfacción al oír que su primer amor aún sentía algo por él. Me levanté del suelo, sacudí la tierra que retozaba por mis piernas, retiré mis guantes, coloqué mis gafas y me acerqué a ellos.
─¿Hablabais de mí? ─pregunté mientras fijaba mi mirada en Fifí.
─No, nena... De verdad de la buena. Te lo juro por mis niños.
─Fifí, tú no tienes niños.
─Mira que eres quisquillosa. Comentábamos lo "manitas" que eres. La cuestión es saber si el riego va a funcionar.
Por suerte el riego funcionó y, muy a su pesar, tuvieron que elogiar mi hazaña.
─¡Ahora que tienes riego automático en tu plantación podrás venir este verano a Sancti Petri!─ gritó Fifí.
─Sí, iré unos días, pero antes me voy a refugiar una semana a una casita rural en un pueblo de Segovia.
Mi marido me miró ojiplático. ¿Conmigo?, preguntó temiendo mi respuesta.
─No, voy a ir sola, necesito calma. No sufras, amor, luego iré contigo a la playa.
Fifí me desaprobó con la mirada, pero rápidamente pensó en ella.
─Nena, ¿mientras tú no estés puedo usar a tu marido de pareja para acudir a las fiestas?
─Claro, Fifí─asentí mientras una lágrima de emoción brotaba como la gota del gotero del riego automático.
─¿Por qué lloras, nena? De verdad que no te voy a quitar a tu marido.
─Ya lo sé, tonta, pero me emociona tanto ver que funciona mi riego automático.
Fifí y mi marido cruzaron sus miradas de preocupación y por una vez no supieron qué decir, ni cómo controlar mi emoción caótica.